lunes, 14 de agosto de 2023

Cuento : La mosca azul

Biografía de Arturo Uslar Pietri Nace en Caracas el 16 de mayo de 1906, es el hijo mayor del matrimonio entre el general Arturo Uslar y la señora Helena Pietri. Desde temprano se definió por las letras en el colegio le gustaba escribir. Fue escritor y político venezolano. Represento al realismo mágico, se dio a conocer con la obra “Las lanzas coloradas” (1931) cuando tenía 25 años. Desempeñó cargos públicos como Ministro de Educación Hacienda y de Relaciones Interiores. Fue amigo de Miguel Ángel Asturias y del cubano Alejo Carpentier que fueron influencias para su forma de escribir, y se considera parte del realismo mágico de los años 60 e inspiración para otros escritores como Gabriel García Márquez. LA MOSCA AZUL
Los muchachos venían silbando por la vereda que atravesaba el potrero. El que venía delante iba mordisqueando una guayaba. Se acercaban a un ancho mango oscuro que se alzaba como una colina de sombra entre la soleada verdura del potrero. —Mírelo dónde está dormido. Mírale la narizota colorada. —Mira a José Gabino. —Recostado al tronco dormía José Gabino. Era un lío de trapos sucios y desgarrado. Debajo del sombrero hecho hilachas, le asombra la cara barbuda y la nariz roja. El muchacho le lanzó la guayaba. El fruto amarillo estalló en el tronco, justo a la cabeza. El dormido abrió los ojos con susto. —¡José Gabino, ladrón de camino! —¡José Gabino, ladrón de camino! Chillaban los muchachos desde lejos. El hombre se paró enfurecido buscando una piedra. —La madre de ustedes. Esa es la que es. Buscaba piedras, soltaba maldiciones y ya toda la cara se le había puesto como la nariz. Los gritos de los muchachos se alejaban huyendo por entre la alta hierba del potrero. José Gabino lanzó dos o tres piedras con desesperada violencia. Escupió. Tenía la boca seca. Se volvió a tender refunfuñando. —Un día de estos voy a coger uno de esos vagabundos y le voy a aplastar la cabeza con una piedra lo mismo que una guayaba. Para que aprendan a respetar. Faltos de padre y palo. Pila de vagabundos! Se volvió a poner el sombrero sobre los ojos. Ya no era de ningún color, ni de ninguna forma. Era de color de tierra y de sombra, y por eso a veces parecía que no tenía cabeza sino hueco oscuro y sucio, y a veces parecía que llevaba un zamuro dormido parado sobre los hombros. —¡Uhm! Pero no lo cambio por ninguno. Sombreros como éste y no los hacen ahora. La pringosa suciedad y la intemperie lo habían puesto áspero como la superficie de una piedra. Ese era el sombrero del circo. —Yo se los he dicho. Pero esos muchachos no respetan. Creen que todo el mundo es igual. Yo se los he dicho. Este es el sombrero del circo. José Gabino, trapecista. El doble salto mortal. José Gabino, el rey del alambre. Lo hubieran visto, para que respetaran. Míster Pérez se paraba en la pista, con su pumpá y su látigo. Y empezaba esa música. Y aquel alambre lisito y largote. —Mentira, José Gabino. Mentira. No digas tanta mentira, José Gabino. Tú no fuiste sino payaso. Y dos noches. Cuando se enfermó el payaso al llegar al pueblo con un dolor de barriga. Si hubieras sido equilibrista... Se ha despertado de nuevo. El sol se ha puesto amarillo. Se acerca la tarde. Cuando entreabre los ojos divisa un borrón azul sobre la nariz. Se esfuerza por ver más claro. Laura Rodríguez_ 19/7/23 2:25 PM Es una mosca azul. Grande, metálica, brillante. Parece de vidrio de collar. Se restriega las patas delanteras. José Gabino lanza un manotazo. La mosca vuela con un zumbido grueso. Esas son las moscas que se les paran a los animales muertos. Brillan en las inmensas barrigas de los caballos muertos. José Gabino vuelve a mirarse la nariz. Sigue allí el borrón azul. Da otro manotazo. No es la mosca. No se va. Es una mancha. Se restriega y no se borra. —Animal maldito. Me hizo el daño. Siente malestar y pesadez. ¿Cuánto tiempo estaría aquella mosca azul metiéndole el daño por las venas de la nariz? Se levanta pesadamente. Siente el mal que le anda por dentro. Ensarta en el palo el atadijo de trapos donde lleva sus cosas y se lo tercia al hombro. Se echa el sombrero hacia el cogote. Sale de la sombra del árbol hacia el sol y arrastrando un poco los pies coge la vereda. Había caminado más despacio que de costumbre. Cada vez que hallaba un árbol se paraba a refrescar. Se sentía fatigoso y febril. Tenía en los oídos un zumbido parecido al vuelo de la mosca azul. De lejos divisó el rancho de María Chucena y el blanquear de las gallinas en el patio. —María Chucena me puede dar alguna toma. Si tuviera un guarapo de raíz de mato me pondría bueno en un ratico. Eso es como en la mano. Había llegado al patio y debajo de un taparo espeso se detuvo de nuevo. Las gallinas escarbaban y pisoteaban en el suelo. Un pavo se hinchaba y deshinchaba ruidosamente. José Gabino escupió la espuma seca que tenía en la boca. Sentía la cosquilla del hambre en las encías. Aquella gallina blanca en un buen caldo lleno de medallones de grasa. Aquel pavote asado. Se lo iría comiendo hasta dejar los huesos limpios. En otros tiempos hubiera podido de un salto echarle mano a aquella gallina que estaba allí junto a él picoteando en la raíz del taparo. Pero ahora no podía. Estaba muy pesado. La gallina hubiera revoloteado alborotando el patio. Laura Rodríguez_ 19/7/23 3:12 PM Laura Rodríguez_ 19/7/23 3:44 PM Pero quién quita. Casi sin darse cuenta se fue agachando. Estiraba la mano suavemente hacia la gallina, como cabeza de culebra. Un poco más y estaría en posición de lanzar el manotazo y agarrarla por el cuello. —Guá, José Gabino, ¿qué hace ahí tan callado? Era la voz de María Chucena que salía del rancho. Escondió la mano con rapidez y haciéndose más dolorido dijo: —Aquí he venido arrastrándome, para pedirle un guarapito. La india María Chucena lo conocía bien. —Está bueno. Pero no se me le acerque mucho a las gallinas, José Gabino. Entre usted y los zorros no van a dejar pavo ni gallina por estos campos. Se sonrió disimulando. Veía a la india rolliza y prieta que se había ido acercando con cara burlona y desconfiada. Mientras se levantaba le dijo una de esas cosas que repetía con frecuencia en casos semejantes, y que no sabía si eran suyas o si las había oído de otros. —Si eso no es verdad, María Chucena. Maldades de la gente. Yo no me robo los pavos ni las gallinas. Lo que pasa es que se vienen conmigo por gusto. —¿Por su gusto, José Gabino? Iban caminando hacia el rancho. —Sí. Yo les converso y nos entendemos. Empezaba a sonreír mientras hablaba y veía de reojo a la india María Chucena que sonreía también. —Yo no hago sino decirles: “Pavitos, ¿nos vamos?”. Y ellos contestaban ahí mismo ligerito: “Sí, sí, sí”. María Chucena se sacudía de risa. —“¿Qué llevamos de avío?”. “Fiao, ao, ao”. “¿Y si nos van a coger?”. “Huir, huir, huir...”. María Chucena riendo entró al rancho a buscarle el guarapo. Él se sentó en el travesaño del quicio. Laura Rodríguez_ 19/7/23 3:58 PM —¡Ah José Gabino este! Siempre con sus cuentos y sus marramuncias. Cuando regresó con el guarapo, José Gabino estaba limpiando con un trapo una sortija de metal amarillo que le brillaba en la oscura piel de un dedo. —¿Y esa sortija es de oro? —¿Y de qué va a ser, pues? —respondió en forma evasiva. —¿Por qué no la vendes, José Gabino, en vez de estar pasando tanta hambre y tanto trabajo? Mientras tomaba a sorbos la caliente infusión, el hombre hablaba: —Vender yo esta sortija, María Chucena. Eso no es posible. Primero me muero de hambre diez veces. Esa me la regaló nada menos que el general Portañuelo. Sí, señor. Después de la pelea del zanjón. Entornaba los ojos como reconcentrado en el recuerdo. —Ese día se peleó muy duro. Yo mandaba una guerrilla. Hubiera visto a este servidor entrándole al plomo. Yo no digo nada, pero el mismo general Portañuelo, cuando me dio la sortija, le dijo a toda la gente: “Yo he visto hombres guapos, pero lo que es a José Gabino hay que quitarle el sombrero”. María Chucena no le creía nada. —Yo no sabía que también habías sido militar. Yo sabía que habías sido policía en el pueblo. Y también te conocí cuando andabas con una petaca de mercancía vendiendo por las casas. —Es que yo soy torero, María Chucena. De todo he hecho un poquito. Le volvía el malestar y el zumbido. Terminó de tomarse el guarapo. —Estoy mal. Al mediodía me picó una mosca azul en el potrero. Ya se me formó la mancha en la nariz. Tengo el cuerpo todo cortado, como si estuviera prendido en calentura. Pero ya María Chucena ni le contestaba, ni le hablaba. Había recogido el pocillo vacío y estaba como aguardando a que se fuera. —Ya como que es tiempo de que siga —dijo el hombre levantándose—. Andando ligero tengo tiempo de llegar al pueblo antes de que me coja la noche. Pero qué voy a andar ligero con esta pesadez que me ha entrado. Me cogerá la noche donde Dios quiera. Vámonos andando, José Gabino, que el que camina no estorba y barco parado no gana ete. No hubo despedida. La mujer lo vio atravesar por entre las gallinas y no se metió para adentro hasta que lo vio tomar el camino y alejarse. Mientras caminaba sentía un frío doloroso en los huesos. Se arrebujó en el saco y hundió las manos en los bolsillos. Eran hondos, deformes y alcanzaban toda la extensión del forro. Las manos tropezaban con cosas duras y blandas de distintas formas. Llaves viejas, papeles, semillas, mendrugos, corchos. Aquel era el saco de la quincalla. Ya tampoco tenía color ni forma. El turco Simón se lo había dado junto con el cajón de buhonerías. Se podía entrar en las casas, hablar con las mujeres, echarle el ojo a las cosas buenas que podían estar sueltas, conocer los cuentos de todos los vecindarios. A veces le sonaban aquellos bolsillos llenos de monedas. Se asomaba al patio, ponía el cajón en el suelo, le hacía cariño al perro, hasta que se oían las chancletas de la mujer que venía de la cocina. Empezaba entonces aquella larga discusión y aquel regateo y aquellas cuentas difíciles que había que sacar con lápiz en un ladrillo. Empezó a oír una campana. Era la campana de un arreo que venía por el camino. Seis burros y dos arrieros. Lo alcanzaron. —Buen día. —Buen día. —¿Como que van para el pueblo? —Vamos para el pueblo a coger carga para regresar con la fresca de la madrugada. —Ajá. ¿Y de dónde vienen? —Somos de La Cortada. Cómo no. Conozco mucho el punto. Allí estuvimos acampados cuando la Miguelera. Ya se le empezó a soltar la lengua a José Gabino. Pero el malestar lo dominaba. —Pero eso era cuando estaba muchacho. Ahora ya estoy viejo carranclo y no sirvo para nada. Laura Rodríguez_ 19/7/23 5:53 PM Poco hablaban los arrieros. —Esta mañana me picó una mosca azul y tengo ese cuerpo echado a perder. Si me dejaran montar en uno de estos burros hasta el pueblo sería un favor que se los pagaría Dios. Los arrieros lo ayudaron a montar en el burro campanero. Se acomodó en la enjalma con dificultad, sentado de lado. Mientras procuraba asegurarse mejor tropezó su mano con una botella pequeña que venía atada a un extremo de la enjalma. Ya no quitó la mano de allí y al tacto fue recorriendo la atadura. La tarde que estaba en su última hora se había hecho más clara, alta y transparente. José Gabino había empezado a quejarse a ratos, pero no dejaba de hablar. —Yo no sé cómo me pudo picar esa bicha. Y esa picada es gusanera segura. Si me hubiera podido tomar un guarapo de raíz de mato. Uno de los arrieros le respondió: —Sí, señor. Muy buena es la raíz de mato para las picadas. Pero también es muy buena la oración de San Joaquín. Yo he visto curar mucha gusanera hedionda con esa oración. José Gabino se mecía pesadamente sobre el burro. La mano seguía recorriendo la atadura y la botella. El dedo grueso oprimió las hojas frescas que tapaban el gollete. —Tenga mucho cuidado con la luna —decía el otro arriero—. Tápese bien. Porque si le da la luna se le pasma el mal. Ya está saliendo por la punta del gollete. José Gabino se llevó la mano a la nariz. Olía a aguardiente. Era aguardiente lo que tenía la botella. Se estaban aproximando al pueblo. Se veían las oscuras arboledas y se oían los ladridos de los perros de los primeros ranchos. Ya casi era de noche. La mano de José Gabino trabajaba rápida en desatar la botella. —Yo conocí mucho a un hacendado de La Cortada. Ese era el hombre al que le he visto las mejores mulas. Y mire que yo sé de bestias. Tenía una mula rosada que era una señorita por el paso. ¡Qué animal tan fino! Ya había desatado la botella y con disimulado movimiento la echó en el profundo bolsillo de su saco. Estaban en las primeras casas. Laura Rodríguez_ 19/7/23 9:41 PM —Yo aquí me quedo. Muchas gracias por el favor y que Dios los lleve con bien. Los arrieros lo ayudaron a bajar, y siguieron con su recua. Ya estaba más oscuro. Pero la luna que subía iluminaba el pueblo. José Gabino sacó la botella y se empinó tres grandes tragos. No había más. Esgarró con estruendo, escupió y lanzó lejos la botella. Se veían las luces de la plaza. Y se divisaba gente a la puerta de la pulpería. Por allí cerca andarían los muchachos correteando. Al verlo empezaría la grita: —¡José Gabino, ladrón de camino! No se sentía con ánimos de defenderse. Eran ganas de descansar las que tenía. Ganas de echarse. En la brisa venía un turbio olor de maleza. Venía del trapiche del paso del río. Allí estarían las bagaceras repletas de bagazo mullido. Hacia allá se encaminó por una calleja honda y sola como una acequia seca. Arrastraba los pies pesadamente y el malestar lo envolvía como niebla. —¡Ah, malhaya! Ya no puedo ni con mi carapacho. A la luz de la luna ya veía la gruesa torre del trapiche y los oscuros techos aplastados. Una lámpara lucía por entre una puerta lejana. Se oían ladridos de perros. La bagacera blanqueaba a la sombra de un cobertizo. Allí se llegó y se tendió José Gabino. Puso al lado el palo. Sacó el atadijo que llevaba al extremo de él y estuvo hurgando un rato. Aquello frío y redondo era una medalla del Carmen. Hizo el gesto de santiguarse. Aquello duro, liso y puntiagudo era un colmillo de caimán. Muy bueno contra la guiña y la mala sombra. Allí estaban también los dados. Habían sido de un francés cayenero que los sabía componer muy buenos. Y aquel pequeño disco grueso era una piedra de zamuro. No había mejor talismán. Se lo había curado la bruja de Cerro Quemado. Aquéllas eran unas hojas secas de borraja. Aquél era tabaco en rama. Las barajas. Se le había perdido la sota de bastos. La navajita. El espejito. Pero no tenía raíz de mato. —Cuando al mato lo pica la culebra sale derechito a buscar la raíz, la muerde y no le pasa nada. Laura Rodríguez_ 19/7/23 9:47 PM Estaba tendido largo a largo y ya no hurgaba más en el atadijo. El tibio aroma del bagazo le aumentaba el sopor. —José Gabino se va a morir de mengua. Clavó el cacho José Gabino. Lo picó la mosca azul. José Gabino, ladrón de camino. Faltos de respeto. Un hombre como yo. Faculto y completo. Ahí, botado en la bagacera. Y tanto vagabundo acomodado. ¡Ah, mundo! Un hombre dispuesto para todo. Lo mismo para un barrido que para un fregado. —Eso es mentira, José Gabino. Eso es mentira. No sirves para nada. Tú no eres sino un viejo borracho. Enemigo de lo ajeno. Ladrón. Ladrón de camino. Esa sortija no es de oro. Esa sortija no te la dio ningún general en ninguna guerra. Es de cobre y tú te la robaste creyendo que era de oro. Pero es de cobre. De cobre hediondo. Huele para que veas. No sirves para nada. José Gabino. Para robar y decir mentiras. —Se va a morir de mengua, José Gabino. Se va a morir de mengua. Lo van a encontrar tieso como un perro en la bagacera. Así no se muere un hombre. Con tanto frío. Con tanta tembladera. Virgen del Carmen, no me desampares. El traqueteo de un carro de bueyes lo despertó. La mañana estaba clara. Cantaban gallos. José Gabino se sentó entre los bagazos. Todavía sentía un poco de pesadez. Recordaba vagamente la noche y el día anterior. Se sentía liviano y como con pocas fuerzas. Todo le parecía reciente y fresco. —Bien malo estuve anoche. Allí cerca negreaba el sombrero. —El sombrero del circo, José Gabino. Se acordó de la mosca azul. —Fue aquella mosca azul. Entornó los ojos para mirarse la nariz. No se le veía mancha. Toda estaba roja y lustrosa. Respiró profundamente, conteniendo el aire en el pecho. Alcanzó con la mano un pedazo de caña cortada. Sacó del atadijo la navaja, le quitó la corteza, y empezó a mascar con avidez la pulpa blanca y jugosa. El líquido dulce le corrió por las fauces resecas. Estuvo mascando un largo rato. Después se levantó, se acomodó el traje, se puso el sombrero, se terció a la espalda el palo con el atadijo, y tomó hacia el camino. Laura Rodríguez_ 19/7/23 10:03 PM La mañana nueva se extendía por la inmensidad de cañas, por las arboledas, por los cerros. Pasaba una carreta de bueyes. —¿Me deja montarme, jefe? El gañán lo ayudó a montar. Se sentó de espaldas en el extremo trasero, con las piernas colgando. Veía el camino salir lentamente por debajo de la carreta, por debajo de sus pies. Su sombra se proyectaba sobre el borde cuadrado de la carreta, y arrastraba por el camino. Iba como sosegado y en paz. Al rato alzó la voz, entre el traquetear de las ruedas. —¿Este no es el camino de La Quebrada? En el villorrio de La Quebrada debían estar en las estas patronales. Co. Campanas. Fritangas. Gentío. —No. Este es el camino de La Concepción. Volvió a quedar en silencio otro rato. Por un lado fue asomando un rancho. La cerca de un corral. Muchas gallinas. No se veía gente. Los ojos se le iluminaron. Con un movimiento ágil José Gabino se deslizó del borde de la carreta y vino a quedar de pie en el medio del camino. *FIN*

sábado, 22 de agosto de 2020

CUENTO CORTO: PALUDISMO (Víctor Cáceres Lara)

 

VICTOR CÁCERES LARA
El cuento hispanoamericano : Víctor Cáceres Lara

Nació en la ciudad de Gracias-Honduras, el 19 de febrero de 1915; sus padres, el coronel Jesús Cáceres Trejo y doña Victoria Lara. Se graduó de maestro de Instrucción Primaria, se desempeño como docente en la escuela “Presentación Centeno” de su nativa ciudad, en donde fundó el semanario “Brisas de Celaque”. En su vida alterna diferentes actividades entre docencia, periodismo, historia, literatura y por último la política. Es un intelectual dedicado a los estudios históricos de Honduras, murió el 10 de mayo de 1993.

PALUDISMO

Mujeres horizontales 

La noche iba poniendo oscuros toques de angustia en los ángulos de la habitación destartalada donde el aire penetraba sometido a racionamiento riguroso y donde la luz, aun en la hora más soleada del día, no alcanzaba a iluminar plenamente. Afuera, sonaba como temeroso de ser oído el chorro imperceptible de una llave de agua mal cerrada. La única llave para la sed de infinidad de personas que habitaban la misma cuartería. Un niño imploraba pan a voz en cuello y la madre —posiblemente por la desesperación— le contestaba su pedido con palabras groseras:

—¡Callate, jodido… nadie ha comido aquí!

Ella, la enferma del cuarto destartalado, veía cómo la poca luz iba terminándose; no disponía de alumbrado eléctrico y el aceite de la humilde lámpara estaba casi agotado. Ella no sentía ni un hilo de fuerza en sus músculos, ni una emanación tibia dentro de sus venas vacías. Un frío torturante iba subiéndole por las carnes enflaquecidas; ascendía por su cintura otrora flexible y delicada como los mimbres silvestres y se apoderaba de su corazón que entonces parecía enroscarse de tristeza, estallando en una plegaria muda, temblorosa de emoción reconcentrada.

La luz del día terminaba lentamente. En la calle se oían pisadas de gentes que iban, en derroche de vida, camino de la diversión barata: del estanco consumidor de energías y centavos; del burdel lleno de carne pútrida vendida a alto precio; en fin, de toda esa sarta de distracciones que el pobre puede proporcionarse en nuestro medio y que, a la larga, lejos de ocasionar gozo o contento, acarrea desgaste, enfermedad, miseria, desamparo, muerte…

Ella, ahora, en la tarde que afuera tenía gorjeos alegres, se sentía morir. Sentía que la “pálida” se enroscaba en su vida e iba asfixiándola lenta, implacable, seguramente, mientras un frío terrible le destrozaba los huesos y le hacía tamborilear enloquecidamente las sienes.

Abandono total en torno de ella. Nadie llegaba con una palabra, con un mendrugo de cariño, con un vaso de leche. Ella misma tenía que salir, entre uno y otro de los fríos de la fiebre, a buscarse el pedazo de tortilla dura que comía, vacío en la imposibilidad de comprarse un poco de con qué. En sus salidas pedía limosnas y las había estado obteniendo de centavo en centavo, tras de sufrir horribles humillaciones.

Y ella no podía explicarse el porqué del abandono que sufría… Fue ella siempre buena con el prójimo. Fue siempre caritativa y dadivosa. Por sus vecinas hizo siempre lo que pudo: a los niños los adoró siempre, quizá porque no pudo tenerlos. Pero era posible que la vieran muy delgada, muy amarilla. Quizá la oían toser y pensaban que estaba tísica. Ella sabía que la mataba el paludismo¹. Pero, ¿cómo hacer para que los demás no creyeran otra cosa? Mientras tanto había que sufrir, que esperar el momento definitivo en que cesaran sus negras penas, sus infructuosas peregrinaciones, su terrible sangrar de plantas recorriendo los pedregales del mundo…

En el techo empezaban a bailotear sombras extrañas; las sienes la martillaban más recio y su vista se le iba hacia lejanías remotas, una lejanía casi imprecisa ya, casi sin contornos, pero que al evocarla en lánguida reminiscencia, la hacía sentir una voz de consuelo y resignación abriendo trocha de luz en lo más puro y en lo más íntimo de su vida.

Vivía entonces sus días de infancia en la aldea remota que atesoraba fragancia tonificante de pinos; música de zorzales enamorados; olor de terneritos retozones; cadencia de torrentes despeñados; frescura de sabanetas empapadas de rocío; pureza de sencilleces campesinas impregnadas de salves y rosarios devotísimos.

En la aldea lozana y cándida vio cómo se levantaban sus senos robustos y cómo le vibraban las carnes a los impulsos primeros del amor, del amor sencillo, sin complicaciones civilizadas, pero con las dulzuras agrestes de los idilios de Longo. Después, sus anhelos por venirse hacia la costa soñada, insinuación de dichas y perspectiva en brazos de promesa cuando desde la lejanía se sueña.

Las ilusiones prendían grandes fogatas en su mente sencilla y buena y los llamados del instinto empezaban a quemar sus carnes morenas, turgentes, con un fuego distinto al del generoso sol de los trópicos. Empezó a deleitarse en la propia contemplación cuando, libre de la prisión del vestido, surgía a la luz la soberbia retadora de su cuerpo y cuando crespos por la cosquilla de la brisa, como dos conos de fuego, se le escapaban los pechos de la prisión delicada de la blusa.

Entonces conoció al hombre que avivó su fuego interior y la predispuso a la aventura en tentativa de dominar horizontes. Oyó la invitación de venirse a la costa como pudo haber oído la de irse para el cielo. El hombre le gustaba por fuerte, por guapo, por chucano. Porque le ofrecía aquello que ella quería conocer: el amor y, además del amor, la Costa Norte.

—Allá —le decía él— los bananos crecen frondosos, se ganan grandes salarios y pronto haremos dinero. Tú me ayudarás en lo que puedas y saldremos adelante.

—¿Y si alguna mujer te conquista y me das viaje?

—¡De ninguna manera, mi negra, yo te quiero solo a ti y juntos andaremos siempre!… Andaremos en tren… En automóvil… Iremos al cine, a las verbenas, en fin, a todas partes…

—¿Y son bonitos los trenes?

—¡Como gusanones negros que echaran humo por la cabeza, sabes! Allí va un gentío, de campo en campo, de La Lima al Puerto. Un hombre va diciendo los nombres de las estaciones: “¡Indiana!… ¡ Mopala!… ¡Tibombo!… ¡Kele-Kele!…” ¡Es arrechito! ¡Lo vas a ver!

Ella deliraba con salir del viejo pueblo de sus mayores. Amar y correr mundo. Para ella su pueblo estaba aletargado en una noche sin amanecer y de nada servía su belleza, acodada junto al riachuelo murmurante de encrespado lecho de riscos y de guijas. Quería dejar el pueblito risueño donde pasó sus años de infancia y donde el campo virgen y la tierra olorosa pusieron en su cuerpo fragancias y urgencias vitales. Así fue como emprendió el camino, cerca de su hombre, bajando estribaciones, cruzando bulliciosos torrentes, pasando valles calcinados por un sol de fuego entre el concierto monótono de los chiquirines que introducía menudas astillitas en la monorritmia desesperante de los días.

¡Y qué hombre era su hombre! Por las noches de jornada, durmiendo bajo las estrellas, sabía recompensarle todas sus esperanzas, todos sus sueños y todos sus deseos. A la hora en que las tinieblas empezaban a descender sobre los campos, cuando la noche era más prieta y más espesa, cuando la aurora empezaba a regar sus arreboles por la lámina lejana del Oriente… Ella sentía la impetuosidad, el fuego, la valentía, el coraje indomeñable de su hombre y sentía que su entraña se le encrespaba en divinos palpitos de esperanza y de orgullo.

Llegaron, por fin, a La Lima y empezó la búsqueda de trabajo. Demetrio lo obtenía siempre porque por sus chucanadas era amigo de capitanes, taimkípers y mandadores, pero lo perdía luego porque en el fondo tenía mal carácter y por su propensión marcada a los vicios. Montevista, Omonita, Mopala, Indiana, Tibombo, los campos del otro lado… en fin, cuanto sitio tiene abierto la Frutera conoció la peregrinación de ellos en la búsqueda de la vida. Unas veces era en las tareas de chapia, otras como cortero o juntero de bananos; después como irrigador de veneno, cubierto de verde desde la cabeza hasta los pies. Siempre de sol a sol, asándose bajo el calor desesperante que a la hora del mediodía hacía rechinar de fatiga las hojas de las matas de banano. Por las noches el hombre regresaba cansado, agobiado, mudo de la fatiga que mordía los músculos otrora elásticos como de fiera en las selvas.

En varias oportunidades enfermó él de paludismo, y, para curarse, acudía con más frecuencia al aguardiente. Todo en vano: la enfermedad seguía, y suspender el trabajo era morirse de hambre. Trabajaban por ese tiempo en Kele-Kele. Ella vendía de comer y él tenía una pequeña contrata. Una noche de octubre los hombres levantaban el bordo poniéndole montañas de sacos de arena. Las embestidas del Ulúa eran salvajes. Las aguas sobrepasaban el nivel del dique y Demetrio desapareció entre las tumultuosas aguas que minuto a minuto aumentaba el temporal.

Quedó sola y enferma. Enferma también de paludismo. Con un nudo en el alma dejó los campos y se fue al puerto. Anduvo buscando qué hacer y solo en Los Marinos pudo colocarse en trabajos que en nada la enorgullecían sino que ahora, al evocarlos, le hacían venir a la cara los colores de la vergüenza. Miles de hombres de diferente catadura se refocilaban en su cuerpo. Enferma y extenuada, con el alma envenenada para siempre, dejó el garito y vino a caer a San Pedro Sula. El paludismo no la soltaba, cada día las fiebres fueron más intensas y ahora se encontraba postrada en aquel pobre catre, abandonada de todos, mientras la luz se iba y sombras atemorizadas le hacían extrañas piruetas cabalgando en las vigas del techo.

Sus ojos que supieron amar, son ahora dos lagos resecos donde solo perdura el sufrimiento; sus manos descarnadas, no son promesa de caricia ni de tibieza embrujadora; sus senos flácidos casi ni se insinúan bajo la zaraza humilde de la blusa; pasó sobre ella el vendaval de la miseria, y se insinúa, como seguridad única, la certeza escalofriante de la muerte.

En la calle, varios chiquillos juegan enloquecidos de júbilo. Una pareja conversa acerca del antiguo y nuevo tema del amor. Un carro hiere el silencio con la arrogancia asesina de su claxon. A la distancia, el mixto deja oír la estridencia de su pito, y la vida sigue porque tiene que seguir…

                                                                               FIN

Fuente: hondurea.wordpress.com/2015/08/16/victor-caceres-lara/
             www.ciudadseva.com

 

 

 

 

 

jueves, 20 de agosto de 2020

CUENTO CORTO: EL COMPONEDOR DE CUENTOS

Biografía del Autor:Mariana Silva y Aceves

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Mariana Silva y Aceves nació en Michoacan-México en 1887, se recibió como abogado en 1913 fue además escritor, filólogo,  traductor del latín, bibliotecario y profesor, perteneció a un grupo de jóvenes intelectuales humanistas y divulgadores de conocimiento. Muere en México en 1937.

EL COMPONEDOR DE CUENTOS

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Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.

Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.

 De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.