Silvia
Molina: es una narradora, ensayista y editora. Realizó estudios en la
Escuela Nacional de Antropología e Historia y la Licenciatura en Letras
Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es hija del también
escritor, periodista y ex gobernador de Campeche y ex secretario de Gobernación
Héctor Pérez Martínez.
Amira
y los monstruos de San Cosme
Más de veinte años han pasado y aún me
resisto a olvidar algunas escenas de mi educación preescolar. Esos hechos me
parecen significativos ahora; en cambio, cuando tenía seis años no los pude
comprender.
Sin alternativa ni discusión, mis padres me
inscribieron en el Colegio Francés de San Cosme. La historia de una niña en un
colegio católico y además burgués carece de importancia, a no ser que se
considere que la niña no era católica ni burguesa, y que se recuerde la cercanía
del Museo del Chopo: estaba a un lado del colegio, y las “yeguas finas”, como
nos llamaban a las alumnas, casi éramos reliquias suyas. (Conocí el museo mucho
tiempo después. No hicimos aquel año una visita escolar.)
Sentada esta mañana frente al gigantesco
esqueleto del dinosaurio, en el Museo de Historia Natural, me inquietó no sólo
su magistral arquitectura sino la obstinada presencia, en mi mente, del último
patio del colegio de San Cosme.
Cerré los ojos; me vi en aquel patio, con la
cara pegada a un gran portón de madera (creo que era rojo tierra). Del otro
lado, en El Chopo, estaba aquel osario prehistórico. Espiábamos por rendijas y
agujeros tratando de verlo… Se contaban historias aterradoras de él. Sus
exageradas descripciones podrían igualarse en imaginación a las de los primeros
viajeros al Oriente.
Nunca vi al dinosaurio, sin embargo, mis
compañeras escuchaban lo que yo decía observar a través de las rendijas.
Nuestros relatos habrían podido formar otro Manual de zoología fantástica.
Mi padre, descendiente de árabes sin
preocupación religiosa alguna, era, entonces, un pequeño comerciante en telas
de La Lagunilla. Mi madre, mujer hermosa e ignorante, trabajó hasta antes de su
boda en El Palacio de Hierro, atendiendo el departamento de ropa interior para
caballero. Sorpresivamente papá heredó la cadena de almacenes de importación
“Telas Amira”, y una buena suma de dinero. Compró una casa en la colonia
Polanco y decidió enviarme a lo que sus clientes llamaban “el mejor colegio
para mujeres”. Dejé con tristeza la colonia Roma; nunca más me dejaron salir a
la calle a jugar: era mal visto por los vecinos. A mi papá lo veía muy poco,
trabajaba lo que se dice de sol a sol; pero estar con él era una delicia. Su
amor por mí lo llevaba a todo; no hubo cosa que yo le pidiera que no hiciese…
excepto una.
A mi mamá, de familia católica no
practicante, la nueva posición la volvió frívola. Su papel como madre se limitó
a comprar aquellos incómodos uniformes de lana azul marino con cuello, puños y
cinturón deshilados y blancos. No pretendo ser injusta: aparte de obligarme a
ir a la escuela, debe haber hecho muchas cosas por mí, aunque la recuerdo muy
poco en la casa. Perfecta climber o parvenue, desperdiciaba su tiempo en
reuniones sociales.
No es éste el momento de entrar en detalles
acerca de las relaciones entre mis padres. Mi mamá, además, nunca me lo
perdonaría. He dicho algo de ellos, no porque pretenda hacer mi autobiografía
sino porque será más fácil comprender mi extraña situación en esa escuela.
Vuelvo, pues, a la historia del monstruo.
Yo debía esperar el autobús escolar en la
esquina de mi casa, a las seis y media de la mañana; es decir, oscuro todavía;
así que decidí no levantarme de noche ni sufrir las prisas en los jalones de
pelo.
Como todas las niñas de Polanco, tuve nana:
me vestía estando yo casi dormida, “alisaba” mi cola de caballo y me llevaba
trotando a Mariano Escobedo. Renegaba, tirando de mí, como a un perro necio que
no quiere caminar. Tomábamos un camión Santa Julia lleno a más no poder, donde
invariablemente arrugaba el esplendor del cuello almidonado y, ya a las puertas
del Francés, hacía yo todo un escándalo.
—¡Ay, señora! se pone a chillar y grita que
la encierran con un monstruo —se quejaba, enojada, la nana.
A pesar de los castigos, repetía el
berrinche, afinando un detalle cada vez. Mi nana, como ahora me resulta fácil
comprender, huyó con el novio, más que por pasión, por deshacerse de mí. Pero
tuve ocho nanas más aquel año.
No recuerdo cómo me hacían entrar al colegio.
Veo vagamente a mis papás hablando con la directora y creo, repetí una docena
de veces:
—Voy a ser buena ahora en adelante para que
el Niño Jesús no se enoje conmigo.
Mi padre, con cierta satisfacción, aseguraba
que yo había heredado el carácter del abuelo y me decía muy quedo al oído, para
no contrariar a mi mamá:
—El Niño Jesús es invento de los católicos.
Tal era el amor de papá por mí que, para
asegurar mi lugar en la escuela, regalaba a las religiosas, mensualmente, diez
yardas de lino importado. Yo se lo agradecía besándole con ternura la calva.
¿Tiene que ver el monstruo en todo esto? A
mis rabiosos seis años gritaba por gritar; nunca medité el porqué de mi
repugnancia al colegio. Aunque mi posición social y religiosa no era la de la
mayoría de las niñas, en los juegos éramos iguales. Es verdad, en
calificaciones yo iba muy atrás y leía silabeando.
Mi madre amaneció repentinamente con la
ocurrencia de que yo aprendiera a tocar el piano. Había ido a casa de una amiga
suya a jugar póker:
—Hubieras visto a la hijita de Magali —me
dijo—, traía un vestido precioso de organdí blanco. Se sentó al piano y nos
tocó una pieza di-vi-na.
¡Dios mío! Mis primas jamás enfrentaron
aquellas estúpidas vanidades; además, iban a un colegio oficial.
Contra la voluntad de mi madre no hubo pero
que valiera; me compró un vestido blanco de organdí, habló con la directora del
Francés para que allí me dieran las clasecitas y fuimos a la Chopin de donde
salí con el Método Beyer bajo el brazo. Mamá llevaba la lista de precios de los
pianos en exhibición.
Confieso que la idea de tener aquel
instrumento me encantó y que ese día, únicamente ese día, agradecí a los dioses
los caprichos de mamá porque en la Sala Chopin escuché algo que ahora creo
reconocer en una Gimnopedia de Satie. Soñé con llegar a tocar aquella melodía.
Dormí muy inquieta por la emoción: al día
siguiente abriría con la maestra el Beyer y pondría las manos por primera vez
en un piano. Me levanté sin que me despertaran y cuando la nana entró a la
recámara ya estaba yo vestida.
Ocho largos meses fui a clase de piano. Ocho
infinitos meses en que en vano rogué a papá me sacara de la escuela.
A fin de año la boleta de calificaciones
decía REPROBADA. No me aceptaron para la primaria alegando que mi conducta era
atroz e indigna de un colegio tan selectivo como aquél.
Mi madre lloró. Papá reclamó sus cien yardas
de lino.
Esas vacaciones, mientras me daban clases
particulares para ponerme al corriente y poder entrar a la Benito Juárez gané
peso y no volví a sufrir de dolores de estómago ni de vómito repentino.
Como en el colegio no le dijeron a papá por
qué no me habían aceptado, yo tampoco dije nada. Las profesoras lograron
hacerme sentir culpable; pero no, nunca pude olvidar la pesadilla del monstruo.
Voy a tratar de reconstruir aquellas escenas:
Las diez en punto. Tomo el cuaderno pautado y
el Beyer, salgo del salón y, apoyada en la baranda del corredor, camino rumbo
al sótano de la casa de las religiosas. Me detengo en la escalera que une el
corredor con el sótano y me quedo observando los mosaicos del piso: rosetones
rojos, rayas verde y naranja. Luego corro por la escalera semi-oscura hasta el
cuarto donde me esperan. Agazapada observo las letras negras de la puerta; leo:
“pia-no”, y no sé cómo el Beyer, el cuaderno pautado y el lápiz se me resbalan
de las manos. Cuando estoy recogiéndolos la puerta se abre:
—Cada día llegas más tarde. Son diez y media.
Entro. Mientras me siento a la mesa, la
señorita Hilaria ha ido a accionar el metrónomo que está encima del piano.
Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac…
Por la rendija de la puerta se cuela una luz
amarilla y opaca. No recuerdo bien el cuarto; debió ser oscuro porque veo la
bombilla encendida. La luz cae sobre el pelo blanco y quebrado de la señorita
Hilaria, la única mujer bigotuda que yo conocía.
Estiro las piernas bostezando y la señorita
Hilaria golpea la mesa con los nudillos, ordenándome que cambie de posición:
—¡Espalda recta!
—Me duele el estómago.
—Escucha el tiempo que te da el metrónomo.
Compás cuatro cuartos y… un y dos y tres y cuatrui… un y dos y tres y…
Escucha el metrónomo. Escucha: tac-tac,
tac-tac, tac-tac, tac-tac…
—Fíjate. Mira el cuaderno: Do, re, mi,
silencio. Mi, re, do, silencio. Marca con tu mano derecha: arriba, abajo, a la
izquierda y a la derecha. Arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha.
Ocho densos y angustiosos meses en aquel
horrible cuarto sin abrir el piano. ¡Llegué a pensar que no tenía teclas! Me
sabía de memoria todas las escalas, la clave de Sol, la clave de Fa, el valor
de las notas, las corcheas… ¿Por qué entonces la señorita Hilaria no me dejaba
hacer los ejercicios en el piano? Todo lo hacía yo sobre la mesa:
—Espalda recta, levanta las manos; un poco
más, brazo suelto; acá, desde el hombro. Relájate…
—Me duele el estómago.
—No te distraigas.
—No me gusta el solfeo, es muy aburrido.
Quiero tocar el piano aunque sea para ver cómo suena.
La señorita Hilaria se pone de pie y me
levanta de una oreja. Nos dirigimos atropelladamente al piano. Ella quita,
histérica, la tapa. Cada vez veo más cerca las teclas: primero veo teclas
blancas y teclas negras; luego, es un color gris lo que se estrella contra mi
cara.
Fue mi última lección y yo, no la señorita
Hilaria, quedé expulsada una semana de la escuela.
A mi regreso me encargué de difundir que en
el cuarto de piano había un monstruo fétido que torturaba a las niñas: tenía
cabeza de serpiente, de dragón o de mujer, según estaba de humor, y emitía un
gemido de furia cuando las niñas querían tocar el piano. Había que escapar a la
mortífera mirada del HILARIADISAURIO.
—Sus manos, garras encorvadas, me estrujaron
—aseguré.
Sus colmillos de serpiente morderían a quien
tratara de defenderse; prueba de su ferocidad era la herida de mi cara.
El monstruo, con su cabeza de mujer, había
dicho que después de insultarla corrí tropezándome en los escalones del
corredor. En cambio yo dije que no había podido escapar porque el monstruo me
había hipnotizado con su inmensa cola que azotaba contra el piso haciendo
tac-tac, tac-tac, tac-tac…
Me expulsaron porque la directora no creyó
que la señorita Hilaria, en un arrebato de histeria, se había metamorfoseado en
aquel terrible ser.
El invierno siguiente entré en la escuela
Benito Juárez; y no fue sino mucho tiempo después cuando supe que se contaba
que el Monstruo de San Cosme vivía en aquel sótano y que cada año devoraba a
una niña.
A la hora del recreo, las niñas espiaban por
la cerradura de la puerta a la señorita Hilaria quien tocaba una música como de
ángeles para atraer a sus víctimas.
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