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José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922- Tías, España 2010 ) |
José Saramago: Narrador y ensayista portugués, premio Nobel
de Literatura en 1998. Nacido en el seno de una familia de labradores y
artesanos, José Saramago creció en un barrio popular de Lisboa. Su madre,
analfabeta, inculcó en él la sed de saber y le regaló su primer libro. A los
quince años abandonó los estudios por falta de medios y tuvo que ponerse a
trabajar de cerrajero. Luego se desempeñó en una caja de pensiones y más tarde
se dedicó al periodismo, la labor editorial y la traducción. Colaborador de
diversos periódicos y revistas, entre ellos Seara Nova, fue también codirector
del Diario de Noticias en 1975. Se adhirió al Partido Comunista Portugués, por
lo que sufrió censura y persecución durante la dictadura de Salazar. En 1974 se
sumó a la Revolución de los Claveles.
La obra de José Saramago se caracterizó por interrogar la historia
de su país y las motivaciones humanas. Sus relatos mezclan la historia con la
ficción, la ironía
esta al servicio de una aguda conciencia social.
La obra trata acerca de un hombre que necesita un barco y tripulacion, para ir en busca de una isla desconocida, quizás sea una utopía encontrar la isla, porque todas ya son conocidas, pero de soñar no vive el hombre sino de hechos y la única forma que lo compruebe es que el mismo lo haga.
LA ISLA DESCONOCIDA
Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame
un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las
peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los
obsequios (entiéndase: los obsequios que le ofrecían a él), cada vez que oía
que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y
sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más
que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas
comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer
secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había
manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo
secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su
vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza, que, no
teniendo en quien mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba
por el resquicio. Y tú, qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea,
pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a
la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario,
hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey
demoraba la respuesta, y ya no era chica señal de atención al bienestar y
felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer
secretario, que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo
secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de
la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera
levantado.Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no
ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de
la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre
de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió, Quiero
hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los
obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí
hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se
tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía
frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora bien, esto suponía un
enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática
de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante de cada vez, de donde
resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona
podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera
vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al
ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo
tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A
segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas
públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo,
aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas
y negativas consecuencias en el flujo de obsequios.En el caso que estamos
narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios
fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta
de las peticiones (...) Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza,
y ella preguntó, Toda o sólo un poco. El rey dudó durante un instante,
verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero
después reflexionó que parecía mal, aparte de ser indigno de su majestad,
hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre
todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí
diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se
levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la
manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y
que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la
puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por
allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada
aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en
la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino
también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a
las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle.
La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, hizo tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo más nada que hacer; pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al Rey hasta tal punto desconcertado, que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba (...) Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas (...) Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó (...) Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre, Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas, están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos eres nada, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás.Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar, Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia de palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco (...) Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran estas las palabras que él había escrito sobre el hombre de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro (...)
La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, hizo tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo más nada que hacer; pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al Rey hasta tal punto desconcertado, que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba (...) Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas (...) Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó (...) Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre, Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas, están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos eres nada, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás.Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar, Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia de palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco (...) Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran estas las palabras que él había escrito sobre el hombre de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro (...)
Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que
esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba
la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó
del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por
fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos
queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la
puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la
mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y
salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas
es usada, pero cuando lo es, es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la
cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza había estado mirando, ya
que, en ese preciso momento, tomó la decisión de seguir al hombre así que él se
dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una
vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio,
que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el
agua no le faltaría (...) Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al
muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál
sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya
sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto (...) Un
poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la
limpieza pasó los ojos por los barcos atracados. Para mi gusto, aquél, pensó,
aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír
antes lo que dirá el capitán del puerto.
El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de
arriba abajo, y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes
navegar, tienes carné de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en
el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo
con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de
ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje
es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo
fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes
decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya
no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas, lo
aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya
no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las
islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en
ellas, Pero tú, si bien entendí, vas a la búsqueda de una donde nadie haya
desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas. Sí, a veces se naufraga
en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto
que el punto a donde llegué fue ese, Quieres decir que llegar, se llega
siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo.
Voy a a darte la embarcación que te conviene, Cuál, Es un barco con mucha
experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas
desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la
mujer de la limpieza percibió para donde apuntaba el capitán, salió corriendo
de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle
la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era
aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela (...), después
pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa
siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene
mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más
recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro,
Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la
mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la
puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del
rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron
abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos. Entonces estás
decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la
puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela mira cómo está
aquello después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten
cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a
conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me
gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe ser la peor
manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que
entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanse, a mí tanto
me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí
están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de
a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo
el hombre, y se apartó.
La mujer de la limpieza fue a la oficina del
capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le
valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no
había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya
las malvadas se precitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces
abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban.
La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó
bien los pies en la pasarela, y, remolineando la escoba como si fuese un
espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla
asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había
nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos,
y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida (...) Tiró
al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó
las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el
pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras,
ha pasado tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones
saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se
hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no
se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio, Y las costuras
son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza (...) Encontró
deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas (...) En
cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos (...) Ya le
enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol
respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del
palacio, sino por el hombre al que dieron este barco: no falta mucho para que
el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre (...)
No merecía la pena preocuparse tanto. El sol
acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en
el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo.
La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, pero antes de que
abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él
dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó
ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos,
volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que,
incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de
los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas a la búsqueda de un
imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso. Y tú
qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la
isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la
conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es
tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el
cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya,
también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad,
Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos
quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al
muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice,
Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla
desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no
sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía
nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los
pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo,
como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú
qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos
si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir,
No es igual (...) Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del
rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de
acuerdo. Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera, Qué tal lo
encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste
a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el
lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo
aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del
puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero
ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay
dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco. Y el cielo, te
olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí,
el cielo.
En menos de un cuarto de hora habían acabado la
vuelta por el barco: una carabela, incluso transformada, no da para grandes
paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes
para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero. Te
desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey
tres días, y no desití. Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos
las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de
gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni
vale la pena explicarlo, es un disparate, Después veremos, ahora vamos a cenar
(...) Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida.
La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no
navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para
buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para
otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en
tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya
lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un
viaje como éste que no se sabe dónde nos llevará, Evidentemente, y después
tendremos que esperar a que sea la estación propia, y salir con marea buena, y
que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca
me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y
no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna inluminaba
la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el
hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada,
debía haberlo pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez
en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera (...)
La sirena de un paquebote que salía para el mar soltó un ronquido potente, como
debieron ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos
menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se
onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre me dijo, Pero nos
balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato
uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir, No es que yo tenga mucho
sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y
continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el
hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la
cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre
resondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor,
probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió
atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré
cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo
las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la
llama bajo la cúpula de los dedos curvados, la llevó con todo el cuidado a los
viejos pábilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la
cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es
bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla
desconocida, he aquí como se equivocan las personas interpretando miradas,
sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme
bien, él quiso decir lo mismo de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la
frase que le salió dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se
le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se
espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se
preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después
imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban
perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda
las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas que están
juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros
y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.
Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien
se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela nevegaba por alta mar, con
las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las
olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la
sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad
se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida,
probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía
animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de
la crianza doméstica (...), el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió
y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso
sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de
sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras,
está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha
viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y
no la vio, Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de
la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque
tampoco sepa cómo la sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó
para embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos
para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos
de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y
comenzó a llover, y, habiendo llovido, comenzaron a brotar innumerables plantas
de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están
allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida,
sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que
transplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas
que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de
estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en
cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de
unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra
habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna
donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente
junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida
es cosa inexistnte, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey
fuero a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es algo que se
acabó hace mucho tiempo, Debíais haberos quedado en la ciudad, en lugar de
venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para
vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No sois marineros, Nunca lo fuimos,
Solo, no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de
pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio
tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta que ella era el reflejo
de una otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por
el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron,
dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Ésta es una isla del
mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la
carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a
la muralla del embarcadero, Podeis iros, dijo el hombre del timón, acto seguido
salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron
solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y la gallinas (...) El
hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener
a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y
las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la
amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y
derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo
labrado y sembrado, sólo falta que venga un poco más de lluvia para que sea un
buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ve
al hombre del timón comer, debe ser porque está soñando, apenas soñando, y si
en el sueño le apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento,
nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco,
no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará
que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino.
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