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Clarice Lispector(Ucrania 1920, Brasil 1977) |
Clarice Lispector: Considerada
una de las mejores escritoras de Brasil. Su obra se caracteriza por una forma
de narrar moderna, distinta a la de su época: introspectiva, poética, obsesiva
en sus temas, inusual, como ella misma. Criada en Brasil, en el seno de una
familia judía, proveniente de Rusia. Nace el 10 de diciembre posiblemente de
1920, digo posiblemente porque varias veces cambió su año de nacimiento para
restarse edad.
A la hora de comer una gallina pareciera una cosa insignificante, la presa pareciera que espera ser cazada, pero en esta obra no es así, aunque el final lo parezca.
LA
GALLINA
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Fuente de la Imagen: Internet |
Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no
pasaba de las nueve de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había
encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella.
Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron
decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las
alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el
muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera
diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro
vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado,
dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y
consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando
la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió
radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con
saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía
con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en
tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más
salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar,
sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador
adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de
conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría,
respiraba agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa
un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella
tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería
un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un
ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella
para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en
su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una
surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para
gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y
enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en
el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un
poco, entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la
gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero
después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a
ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su
corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de
tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y
observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento,
se despegó del suelo y escapó a los gritos:
-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un
huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos
rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave
ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no
sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya
bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado.
Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con
cierta brusquedad:
-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré
a comer gallina en mi vida!
-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la
gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba
el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre
todavía recordaba de vez en cuando: ¡”Y pensar que yo la obligué a correr en
ese estado!” La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos
ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa,
usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y
parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran
fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la
cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara:
moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la
gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado,
pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de
la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no
cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos
instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el
descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una
cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y
pasaron los años.
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