Horacio Quiroga (Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) |
Horacio Quiroga: Narrador uruguayo radicado en Argentina,
considerado uno de los mayores
cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa
entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
En 1918 dio a conocer el libro Cuentos de la selva,
considerado un clásico de la literatura para niños en América Latina. Le
preocupó más el valor expresivo de la palabra que lo puramente gramatical y
académico, por lo que se le ha tachado muchas veces de "escribir
mal".
Una vida dramática, siempre cercana a la estrechez económica,
matrimonios conflictivos, experiencias con el hachís y el constante cerco del
suicidio, alimentan su tarea cuentista. Horacio Quiroga muere en Buenos Aires
el 19 de febrero de 1937 por ingestión de cianuro poco después de enterarse que
sufre de cáncer gástrico. En octubre de 1938 se suicida Alfonsina Storni por quien sostuvo una profunda pasión.
En 1939 se suicida su hija Egle. Años después, su hijo Darío también haría lo
mismo.
A continuación este cuento estremecedor, en el que su trágico final esta relacionado con el desamor, la venganza o el llamado de atención de los hijos, a sus padres.
LA GALLINA DEGOLLADA
Fuente de la Imagen: Internet |
Todo el día, sentados en el patio
en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz.
Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con
la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de
ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían
inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el
cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su
atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol
con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el
banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos
fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua
y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un
sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con
las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el
menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de
un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo,
habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados,
Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y
marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados
que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un
mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta,
y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su
felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio.
Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la
mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los
miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma,
aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota,
baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido!
—sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al
médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo
que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí…! ¡sí! —asentía Mazzini—.
Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna,
ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un
pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo.
Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de
remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba
los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a
Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio
puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y
limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho
meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía
idiota.
Esta vez los padres cayeron en
honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor,
sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no
alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e
inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron
nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para
siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto
repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa
amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo
que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el
instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse.
Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de
los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se
reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí
bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener
nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y
en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se
agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le
correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante
las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa
necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones
inferiores.
Iniciáronse con el cambio de
pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera
se cargaba.
—Me parece —díjole una noche
Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios
a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no
hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al
rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a
ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te
gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó
claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo
tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy
pálida— ¡pero yo tampoco, supongo…! ¡No faltaba más…! —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa,
no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con
brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose
por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres
decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le
sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían
con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos
años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada
acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que
la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos
Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de
los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran
obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a
sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror
de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el
veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido
el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se
contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que
el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo
ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les
daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.
Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota
caricia.
De este modo Bertita cumplió
cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres
absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y
el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban,
y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más
despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se
acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído
tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste…?
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo
que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el
que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los
dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he
tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo
hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los
cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que
te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene
la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado,
víbora!
Continuaron cada vez con mayor
violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A
la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa
fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una
vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes
fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y
mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada
tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella
lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir,
después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que
matara una gallina.
El día radiante había arrancado a
los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la
cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su
madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como
respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí,
en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás
pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad
reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando
más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su
humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos!
¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias,
sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron
todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las
quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus
vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se
habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,
comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes
que nunca.
De pronto, algo se interpuso
entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales,
quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la
cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla
desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su
instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada
indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio
, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre
sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie
para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se
había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No
apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial
iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco.
La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y
a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de
ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó
sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá!
—lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse
arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar
más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran
plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde
esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida
segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente,
creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a
Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero
no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita
a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya
alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre
para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible
presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya
desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un
mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de
horror.
Berta, que ya se había lanzado
corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió
con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso
inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo
largo de él con un ronco suspiro.
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