Autor
Mario
Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia, más conocido como Mario Benedetti, fue un escritor y poeta
uruguayo, integrante de la Generación del 45, a la que pertenecen también Idea
Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros.
Mario Benedetti, poeta y escritor uruguayo (1920-2009) |
Este cuento, una vez que se empieza a leer, no lo puedes dejar hasta su desenlace.
Los pocillos
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos
verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo
de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario
de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de
otro. “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de
Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido
que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo
sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban
fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó:
“Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo”. Ahora sí ella
miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de
ciego.
La mano de José Claudio empezó a
moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor”. “A
tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor
que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la
ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano
izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor.
Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo
tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba
también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un
regalo de Mariana”.
Ella abrió apenas la boca y
recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier
otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y
todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta
Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar
por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había
sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al
apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes.
Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora
el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No.”
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte”.
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para
oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente,
que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una
maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin
ojos”.
La época anterior a la ceguera,
José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus
emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de
adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos
momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio,
él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo
se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo
tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de
sí.
“De todos modos debería ir”,
apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez”.
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo
Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros”.
“Yo tampoco creo en milagros”. “¿Y por qué no
aferrarte a una esperanza? Es humano”.
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo.
Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un
reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con
mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella
era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor
desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos
los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y
Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no.
El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la
ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron
rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella
seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose
solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una
discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo
más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo
hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente
certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a
fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta
oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al
ventanal.
“Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La
pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí”.
Alberto la miró. Durante el
silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito
de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a
Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de
abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que
José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado,
desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que
había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura.
¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba
con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando
del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba
a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin
usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso
(que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer
había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José
Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan
lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado
en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la
ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla
más.
A Alberto, en cambio, le
agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había
salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte,
ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma
tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero
también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella
habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con
espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones
dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un
poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una
mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana
había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía
a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa
comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba
diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de
la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la
suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”.
“También puede ser que te
aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los
dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es
tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte”.
“Qué bien. Todos los días se
aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado
a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a
Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato
la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se
hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de
escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella
comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su
gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él
la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir
que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que
había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus
melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo
hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado
que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos
días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon.
Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era
nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el
café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para
encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos.
Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un
triángulo.
Después se echó hacia atrás en el
sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada
para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y
los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez
que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente
inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había
impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía
disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de
protección divina.
Sentado frente a ellos, José
Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de
Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana
estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas
las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha,
recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los
labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó
silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los
abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para
ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que
no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa,
insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y
Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la
llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la
cafetera.
Todos los días cambiaba la
distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro
para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su
marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña,
apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos
así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.
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