Octavio Paz (México, 1914-1998) |
Octavio Paz: Nieto del escritor (Ireneo Paz),
los intereses literarios de Octavio Paz se manifestaron de manera muy precoz, y
publicó sus primeros trabajos en diversas revistas literarias. Estudió en las
facultades de Leyes y Filosofía y Letras de la Universidad Nacional.
Fue un poeta,
escritor,
ensayista
y diplomático
mexicano,
Premio Nobel de Literatura
de 1990. Se le considera uno de los más influyentes escritores del siglo XX
y uno de los grandes poetas hispanos de todos los tiempos.
Paz se mantuvo siempre en el centro de la discusión artística,
política y social del país. Su poesía se adentró en los terrenos del erotismo,
la experimentación formal y la reflexión sobre el destino del hombre.
Sin duda este es un cuento, muy interesante del romance entre un hombre y una ola, pero como todas las relaciones ha veces se vuelven destructivas.
Sin duda este es un cuento, muy interesante del romance entre un hombre y una ola, pero como todas las relaciones ha veces se vuelven destructivas.
MI VIDA CON LA OLA
Fuente de la Imagen: Internet |
Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre
todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían
por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No
quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras.
Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía
ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de
ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: "Su decisión estaba
tomada. No podía volver." Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloró,
gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron
mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros,
la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte
de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la
severidad con que se juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presente en la estación
una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el
depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi
amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un
matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí
refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra
sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo.
La señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave.
Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella
y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los
niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevó el vaso a los labios: -Ay el
agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El
marido llamó al Conductor: -Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó
al Inspector: -¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al
Policía en turno: -¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó
al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamo a tres agentes.
Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los
cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me
arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los
largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el
carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave,
verdaderamente grave. No había querido envenenar a unos niños?" Una tarde
me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a
consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas,
mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de
la Prisión me llamó: -Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo
desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costara
caro... Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas
de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a
la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho,
como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno
pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste?
-Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua
salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un
penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina.
Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de
pasillos obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y
reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o
roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los
rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron
tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes
brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones
y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las
otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las
escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era
un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas
siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como
tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de
plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y
me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte,
hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía
como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de
caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en
un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente
suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado
en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si
no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que
se retiran riendo.
Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toqué
el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto
que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo
se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como
las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas,
que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era
prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no
sospechamos. Pero su centro... no, no tenía centro, sino un vacio parecido al
de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos
confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se
desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía
humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era
tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría
de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego.
Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía.
Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a
rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días
nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de
insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba.
Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba
de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que
era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de
caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia
naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían
de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuantos
pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni
el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar
en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera
con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos
particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes
ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé porque aberración mi amiga se complacía
en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado
prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles
criaturas.
Un día no pude más; eche abajo la puerta y me
arroje sobre ellos. Agiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos
mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y
cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a
besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizó cerrar los
ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los
ahogados.
Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenía
descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanudé viejas y
queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría
el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como
la posibilidad de salvar a un hombre.
Mi redentora empleo todas sus artes, pero, ¿qué podía
una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga,
siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis
incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la
ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante
el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una
vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la
noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los
pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis
ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba
largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba
las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas,
deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros
en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de
carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos
y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces
brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y
elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá
en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frio
y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba
decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea,
junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida
belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a
cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente
empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas
donde se enfrían las botellas.
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