Heinrich Böll (Alemania 1917-1996) |
Novelista alemán y premio Nobel, es una de las
principales figuras de la literatura alemana posterior a la II Guerra Mundial.
Nació en Colonia, luchó como soldado raso durante la II Guerra Mundial.
Liberado de un campo de concentración estadounidense en 1947, vendió varios
relatos y pudo dedicarse a escribir novelas, obras de teatro, relatos y
ensayos.
Refiriendonós al cuento, reidor será lo mismo que cómico pues vaya que no, lo expresa el narrador-protagonista de este extraño oficio, que maldice su suerte cuando le toca reír nuevamente.
CUENTO: EL REIDOR (HEINRICH BÖLL)
Fuente de la imagen: Internet |
Cuando me
preguntan por mi oficio, siento gran confusión. Yo, al que todo el mundo
considera un hombre de una gran seguridad, me pongo colorado y tartamudeo.
Envidio a
las personas que pueden decir: soy albañil. Envidio a los peluqueros, contables
y escritores por la simplicidad de su confesión, pues todos estos oficios se
explican por sí mismos y no necesitan aclaraciones prolijas. Pero yo me siento
obligado a responder: “Soy reidor.” Tal confesión implica otras preguntas, ya
que a la segunda: “¿Puede usted vivir de ello?”, he de contestar con un sincero
“Sí”. Vivo de mi risa y vivo bien, pues mi risa -hablando comercialmente de
ella- es muy cotizada. Soy un reidor bueno, experto; nadie ríe como yo, nadie
domina como yo los matices de mi arte.
Durante
mucho tiempo -y para prevenir preguntas enojosas- me he calificado de actor,
sin embargo mis facultades mímicas y vocales son tan nimias que esta
calificación no me parecía adecuada a la realidad. Amo la verdad, y la verdad
es que soy reidor. No soy payaso ni cómico, no alegro a las gentes, sino que
produzco hilaridad: río como un emperador romano o como un bachiller sensible,
la risa del siglo XVII me es tan familiar como la del siglo XIX y si es preciso
río como se ha hecho a través de todos los siglos, de todas las clases
sociales, de todas las edades: lo he aprendido tal como se aprende a poner
suelas a los zapatos. La risa de América descansa en mi pecho, la risa de
África, risa blanca, roja, amarilla; y por un honorario decente la hago
estallar, como mande el director artístico.
Me he hecho
imprescindible, río en discos, río en cinta magnetofónica, y los directores de
radionovelas me tratan con gran respeto. Río melancólicamente, moderadamente,
histéricamente, río como un cobrador de tranvía o como un aprendiz del ramo
alimenticio; produzco la risa mañanera, la vespertina, la nocturna y la risa
del ocaso, en una palabra: allí donde haya necesidad de reír, allí estoy yo.
Créanme,
este oficio es cansado, y lo es tanto más cuanto que -y esta es mi
especialidad- domino la risa contagiosa. Por eso soy imprescindible para los
cómicos de tercera y cuarta categoría, que con razón tiemblan por el efecto de
sus chistes. Casi todas las tardes me siento en los locales de variedades para
reír contagiosamente en los momentos débiles del programa, con lo que
constituyo una especie de sutil claque. Este trabajo tiene que realizarse con
gran exactitud: mi risa cordial y espontánea no ha de sonar demasiado pronto ni
tampoco demasiado tarde, sino en el momento preciso. Entonces, según se ha
programado, empiezo a soltar carcajadas y todos los asistentes se unen a mis
risas, con lo que el chiste se ha salvado.
Después me
dirijo, agotado, sigilosamente al camerino, me pongo el abrigo, feliz por haber
terminado mi trabajo. En casa me esperan casi siempre telegramas con
“Necesitamos urgentemente su risa. Grabación el martes” y, pocas horas más
tarde, me acurruco en un expreso con demasiada calefacción y maldigo mi suerte.
Todo el
mundo comprenderá que, terminada mi jornada o en vacaciones, tenga pocas ganas
de reír: el ordeñador está contento si puede olvidarse de las vacas, el albañil
feliz si puede olvidar el mortero y los carpinteros suelen tener en casa
puertas que no funcionan o cajones muy difíciles de abrir. A los pasteleros les
gustan los pepinillos en vinagre, a los carniceros el mazapán y los panaderos
prefieren la carne al pan; a los toreros les encantan las palomas, los
boxeadores se ponen pálidos si a sus hijos les sangra la nariz: lo comprendo muy
bien, pues yo después del trabajo jamás me río. Soy un hombre superserio y la
gente me considera -acaso con razón- pesimista.
En los
primeros años de nuestro matrimonio, mi mujer solía decirme: “Ríete”, pero,
mientras tanto, se ha dado cuenta de que no puedo satisfacer su deseo. Soy
feliz cuando puedo relajar mis cansados músculos faciales, cuando puedo relajar
mi cansado ánimo a base de una profunda seriedad. Sí, también la risa de los
otros me pone nervioso, porque me recuerda demasiado mi oficio. El nuestro es,
pues, un matrimonio tranquilo y pacífico, porque también mi mujer ha olvidado
qué es reír. De vez en cuando la pillo con una sonrisa y entonces también yo
sonrío. Hablamos sin levantar la voz, pues odio el ruido de las variedades,
odio el ruido que puede reinar en los estudios de grabación. La gente que no me
conoce me considera poco comunicativo. Tal vez lo sea porque he de abrir
demasiado a menudo la boca para reír.
Sigo mi vida
con rostro inmutable, sólo de vez en cuando me permito una leve sonrisa y a
menudo me pregunto si habré reído alguna vez. Creo que no. Mis hermanos pueden
decir que siempre he sido un muchacho serio.
Así pues, suelo reír de múltiples
formas, pero desconozco mi propia risa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario