Oscar wilde (Irlanda,1854 -Francia, 1900) |
Oscar Wilde:
Fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, sus obras de teatro. Ídolo de la nobleza, su amistad con lord Alfred Douglas está en el origen de su caída en desgracia. Ésta se produce en 1895, cuando es acusado de homosexualidad, recayendo sobre él una condena de dos años de trabajos forzados, seguida de su temprana muerte.
Fue iniciado a la Masonería en la Apollo University Lodge No. 357, Oxford, el 25 de mayo de 1875, murió en París en 1900.
EL GIGANTE EGOISTA
Fuente de la Imagen: Internet |
Cada tarde,
a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era
un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y
suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como
estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con
delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos
frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus
trinos.
-¡Qué
felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día
el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se
había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se
habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era
limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo
primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen
aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños
escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín
es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso
y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de
inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA
ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS
PENAS CONSIGUIENTES
Era un
Gigante egoísta...
Los pobres
niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la
carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les
gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante
y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué
dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la
primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en
el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había
niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una
vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se
sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a
quedarse dormida.
Los únicos
que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La
primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí
todo el resto del año.
La Nieve
cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los
árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que
pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía
envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día,
desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar
más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con
nosotros también.
Y vino el
Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los
tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se
ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de
gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo
por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta
cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-,
espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la
primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en
todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un
gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta
manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el
Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente
entre los árboles.
Una mañana,
el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa
llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que
ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un
jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que
el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció
escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y
el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las
persianas abiertas.
-¡Qué bueno!
Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para
correr a la ventana.
¿Y qué es lo
que vio?
Ante sus
ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían
entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un
niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que
se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus
cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y
los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón
el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas
del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando
amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y
nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas
que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí,
niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era
demasiado pequeño.
El Gigante
sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán
egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta
aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde
hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de
veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó
entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el
jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape
y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más
alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio
venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó
gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de
repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el
cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante
ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó
al jardín.
-Desde ahora
el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha
enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía,
cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando
con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron
allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse
del Gigante.
-Pero,
¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al
árbol del rincón?
El Gigante
lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo
sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que
vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los
niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes.
Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las
tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al
más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más.
El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me
gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron
pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya
no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y
admiraba su jardín.
-Tengo
muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas
de todas.
Una mañana
de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno
pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las
flores estaban descansando.
Sin embargo,
de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era
realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín
había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran
doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el
pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de
alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero
cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se
ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la
palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de
clavos en sus pies.
-¿Pero,
quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y
matarlo.
-¡No!
-respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres
tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y
cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el
niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú
me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el
Paraíso.
Y cuando los
niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
FIN
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