![]() |
Silvina Ocampo (Buenos Aires 1906-1993) |
Silvina Ocampo: Escritora argentina. Era hermana de la escritora y
fundadora de la revista Sur, Victoria Ocampo, y esposa del gran narrador
argentino Adolfo Bioy Casares. Autora deslumbrante por la calidad literaria de
sus cuentos, ha pasado a la historia de la literatura argentina del siglo XX
por la crueldad desconcertante que supo imprimir en algunos protagonistas de
estos relatos.
Este cuento
transforma lo fantástico en algo perturbador por el ordén en que cambian las cosas,las supersticiones se hacen reales y la casa transforma a quienes la habitan.
LA CASA DE AZUCAR
![]() |
Fuente de la Imagen: Internet |
Las supersticiones no dejaban vivir a
Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista
a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el
tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto
un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le
traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos
veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un
espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia
de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala
suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se
apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con
tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el
sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía
verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de
diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que
tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas
personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de
nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después
empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos
tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino
de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento
mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas
no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad;
llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie
hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una
casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba
con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto
jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930
la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le
había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había
vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando
Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos
visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y
ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos
allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los
del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por
los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus
compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan
felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se
rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi
ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo
atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la
señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina
se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente
concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los
casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza,
tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron
darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores
materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche
yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos
despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la
llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y
alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el
ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un
vestido de terciopelo entre los brazos.
- Acaban de traerme este vestido me dijo con
entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el
vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando
tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para
no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud
comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que
su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa
en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos
ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me
agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las
tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes
como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni
tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos
mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó
frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber
y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría
hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra
casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que
indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me
detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín - Entré
silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una
muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella.
Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos
los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y
romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me
gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas
con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años
esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono,
¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes
me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar
sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí
en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y
no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería
su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete.
Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis
padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y
antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La
imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio
con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo
se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe
con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi
casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi
marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él?
Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir
desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos
los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente
a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la
hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque
Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse
con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es
Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de
Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en
fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del
diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció
que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra.
No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé
los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira,
lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las
tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para
comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi
inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un
día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el
puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se
inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías
desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que
andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no
puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar
con viajes. Irme sin irme. "Ir y quedar y con quedar partirse."
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos
de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en
San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que
me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el
parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas,
las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van
con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde
alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede
gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que
cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir
nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y
sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la
vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza
frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución.
Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada
por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa,
esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los
postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta
casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde
tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no
tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para
conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de
calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de
afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la
puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que
eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará
muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta
-respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos.
Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies,
las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer.
No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció
dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás
comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para
todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En
aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era
agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que
la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día
mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un
aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de
alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy
embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué
empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los
detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una
tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de
borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me
pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las
lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a
conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a
pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté
finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me
inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos
otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me
dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo
Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora
me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba
leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de
Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en
Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su
profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que
me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de
modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las
lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de
mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que
parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el
fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije
tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome
los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables
admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para
saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta?
Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido
pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda,
contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo
mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque
me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos
días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía
sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No
tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres
no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé
la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con
Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible,
inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes
alejarse."
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más
leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno
que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa,
sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó
abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para
mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en
los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña.
Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa
casa de azúcar que ahora está deshabitada.
Del libro: La Furia
No hay comentarios:
Publicar un comentario